martes, 3 de julio de 2007

Y el color se hizo ciudad: San Miguel de Allende

Llevo ya tres semanas en México y se me han pasado volando. No sé si habra sido el idioma, el verano o la compañía que hasta ayer he tenido, pero el caso es que no tengo la misma sensación que en EEUU, donde los días pasaban más despacio, que no aburridos. He decidido prolongar mi estancia en este maravilloso país para poder ver la joyas que me esperan en el sur.

San Miguel de Allende, para jubilados gringos y artistas
Ciudad señorial, Monumento Nacional: fuente de divisas. Residencia de americanos de la tercera edad. Pueblo mágico, según los mexicanos, y cuna junto a Guanajuato, en el mismo Estado, en la lucha por la independencia contra los españoles. Aquí empezó México. Y desde 1940 debido a la escuela de arte que abrió el muralista Sequeiros, lugar de peregrinación de muchos artistas. Curiosamente es en estas dos localidades donde por primera vez he vuelto a ver el pan, hasta ahora todo pura tortilla.

Sin duda el lugar más bonito que hasta ahora he visto. El rojo granate y el amarillo, con toques de azul dominan esta ciudad. San Miguel es la típica población que le gusta a cualquier turista –y viajero–: bonitas calles, buenos servicios, patios de ensueño. Amonía bajo días claros. Una ciudad colonial en toda regla, hecha y cuidada para el disfrute de los extranjeros. Toda ella, las tiendas, los mercados, las plazas son una invitación al consumo. Y por la misma razón es un destino caro dentro de los precios que aquí se estilan. Pero es hermosa de los pies a cabeza, es el destino donde las cámaras no paran de funcionar porque cada esquina, cada rincón, es más espectacular al otro. Es un espacio de reflexión quizá por ello la mayoría de sus visitantes, al menos en estos días, lo forman jubilados acaudalados –algunos con jovencitas morenas de compañía–, viudas modernas, extravagantes y adineradas, artistas en busca de inspiración –con tequila incluido–, y algún joven, bien de visita, bien como estudiante de español. 80% gringo, de hecho no veía tantos estadounidenses desde que abandone los EUA. Uno puede pasarse allí una semana o un año, depende del tipo de interiorismo que quiera alcanzar.

EH se fue
Ayer domingo. A seguir su propio viaje. Su aventura que no es la mía. Han sido 20 días. Intensos. Pero todas las historias tienen un final y a ésta le tocaba el suyo. Y encima feliz. No me arrepiento de nada, todo lo contrario, ha sido muy positivo, placentero. Los dos hemos sacado partido de él. Ella ha vencido miedos que arrastraba desde hace años y yo me he dejado querer, tarea nada fácil vista mi trayectoria de los últimos tiempos en los que directamente no dejaba acercarse a ninguna mujer a mi regazo, aunque al mismo tiempo lo añorase y lo desease. Difícil contradicción. Fue suave, el acercamiento; sin prisas, sin buscar de inmediato lo que buscan una mujer y un hombre cuando están juntos. Las insinuaciones eran milimétricamente medidas. Yo no tenía apremio, quizá porque faltase furor. Sigo sin poder sentir eso que llaman amor, no me sale. No sé enamorarme, no puedo. La hostia recibida hace cuatro años aún no ha cicatrizado, lo noto, lo hará el día que conozca a ese alguien que me haga perder la razón y a la que pueda dedicar mi más bellas palabras, esas cosas tontas que se dicen los enamorados que no son grandes términos sino pequeños susurros. En estas tres semanas no los ha habido, al menos por mi parte y de haberlos pronunciado me hubiese engañado a mi mismo y a ella. Ahí soy frío, duro, inflexible, lo contrario sería mentir. En cambio, cuando mi corazón tiembla soy terriblemente pesado en demostrar mi pasión.
Cada uno sigue ahora su camino y con buen sabor de boca. Eso es lo importante. EH es Elfriede H., la alemana que conocí en el Parque de Yosemite después de haber estado cinco días sin hablar con nadie en San Francisco, la mujer que parecía más joven que yo y cuya edad superaba la mía. Próxima cita, Berlín.

DF, la mayor ciudad del mundo
Al menos en habitantes. 25 millones. 6 millones de vehículos. Bestial, desproporcionado. Cada año esta ciudad aumenta su población en 700 mil personas, provocado en mayor medida por los nacimientos y en menor proporción, actualmente, por los "paracaídas", compatriotas que vienen de otras regiones del Estado. Aquí llegue el sábado en autobús desde San Miguel, el trayecto al centro en un taxi que se negaba a llevarnos al hotel que teníamos previsto llegar. Sólo una propina le convenció y casi ni con esas. ¿Razón? La posible comisión que tendría en otro hotel y el caos circulatorio que impera en ese distrito: es como meterse con coche en el Rastro de Madrid un domingo, y cuando digo Rastro me refiero al núcleo central de ventas. Cientos de puestos de comida, baratijas, bebidas, ropa, enseres para el hogar acompañado de miles de personas que comen, compran, beben, miran, pasean o están. Esto en las aceras e invadiendo la calzada porque además en el centro de la calle carros, taxis, colectivos (autobuses urbanos) y bicis con remolque para el transporte de pasajeros. De locos. Atasco absoluto. Obras, camiones y hormigoneras maniobrando en un espacio ínfimo. Y yo sin reserva. Me bajo del taxi y me dirijo al hotel, sorteando ese bazar callejero. Imploro un cuarto, se apiadan y me lo dan. Quince minutos después aparece EH con el taxi y las maletas. Fin de trayecto.

Zócalo movido en DF
Dos manifestaciones, las dos reivindicativas. La una divertida, festiva, de los que tiene mucho que ganar y que año tras año, y ya son 29, convocan a más gente porque lo que piden no hace daño a nadie y lo hacen con risas, música y buen rollo. Era la marcha de los gays y lesbianas. La otra, impresionantemente numerosa, es producto de una resaca que se arrastra ya desde hace un año, de una victoria, posiblemente robada, que condenó a la oposición a la coalición populista de izquierdas de López Obrador. Desde entonces LO no participa en el Parlamento y su actitud, aunque su derrota haya sido fraudulenta, me parece más la pataleta de un niño que de un político que quiere erigirse en máximo mandatario de un país.
Estuve en las dos, disfruté de las dos. Las dos en la mayor plaza de América, la llamada el Zócalo o Plaza de la Constitución asentada sobre lo que el "ilustrado" Hernán Cortés destruyó de la arquitectura azteca allí erigida. No quedó nada, ni una piedra sobre otra. Todo arrasado. Increíble pero cierto.

La homosexual no se prolongo en la noche como yo esperaba, fue una fiesta de tarde con el espectáculo en trailers convertidos en carrozas con centenares de personas con ganas de pasárselo bien. Me acerque de nuevo ya con la luna llena en el cielo y allí no quedaba nadie de ese colectivo, posiblemente se trasladaría a otra zonas de la ciudad, porque los de LO ya estaba montando su escenario y sus acólitos se iban haciendo dueños de la plaza.

El domingo era el día de López Obrador, el Presidente legítimo, como se autodenomina. Un año después de la derrota y no defraudo. Volvió a llenar. Miles de personas se fueron acercando en un centro vacío de carros. ¡Que contrate con el día anterior que estaba todo a reventar! No me lo creía. Salir del hotel y el vacío más absoluto. Según te ibas acercando a la tribuna: banderas, pancartas, camisetas, gorras, toda la parafernalia para esperar al líder. Pasillo de masas hasta el oráculo. Su discurso, calcado del año anterior: nos han robado la victoria.

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